Vida y muerte en la obra de Alejandra Alarcón
Fabiola Morales / Escritora
2021
Si pudiésemos hablar de A. Alarcón como una novelista nos veríamos tentados entender su obra como la construcción exitosa de la novela total. La obra autobiográfica que es a la vez la historia de la humanidad, al menos de la humanidad occidental. Alarcón, innegablemente se ha servido a lo largo de los años de la literatura europea y, particularmente, en los últimos tiempos, de la mitología griega, aunque simbiotizada de sutil manera con la cultura andina, como fuente de inspiración y de denuncia, de la que su obra mama y crece. No es casual que la Perséfone de Alejandra se aleje del mito centroeuropeo de la doncella secuestrada para convertirse en una suerte de Pachamama fértil y poderosa, en palabras de la propia autora, telúrica, ontológica. Perséfone, la diosa tierra-madre-amante que da y que quita, es la obra de una artista del detalle.
Creo fervientemente que siempre ha habido una Madre, sí, así con mayúsculas, en la obra visual de Alejandra. Desde sus primeras producciones plagadas de niñas barrigonas, vientres vacíos, corazones sangrantes, huesos diseccionados como retazos de cuerpo-alma extraviados, y luego, muy posteriormente, princesas emergiendo de una lucha cuerpo a cuerpo con las fieras, rodeadas de cardos, espiadas siempre por una ojo inquisidor, ese ojo que no nombramos y que todas sabemos que somos nosotras mismas o lo que es lo mismo, nuestras madres. Hijas todas, hijas-madre, mujeres como construcción de lo femenino y también como destrucción de la preestablecido. La sangre como hilo conductor y como arma de provocación, la sangre que es vida y que a la vez aterra a los hombres. Sangre que nos marca, pero sobre todo que es el estigma de nacer hombre, pues no hay ser humano que no haya nacido en medio de un gran basal rojo. La vida sin sangre no se explica. La vida sin sangre no es vida, excepto en el limbo, el limbo de la leche.
Mientras miro, y vuelvo mirar, el video con el que se inaugura El Libro de La Leche pienso intensamente en los textos de Adrienne Rich. El acto de amamantar un bebe, dice Rich, como el acto sexual, puede ser tenso, físicamente doloroso, cargado de sentimientos culturales de insuficiencia y culpa; o, como el acto sexual puede ser físicamente delicioso, una experiencia serena, pletórica de tierna sensualidad. Y eso es precisamente lo con lo que se encuentra el espectador en esta serie de cuadros en los que por primera vez el rojo y el verde predominantes en la obra de Alejandra dejan paso al blanco y al azul metáfora de lo lacteo, demostrándonos que si hay algo más prohibitivo, sensual y perturbador que la sangre (utilizada tantas veces como sinónimo de la pasión) es la leche quién se lleva la corona
Que levante la mano quién no se estremezca y se incomode ante la idea del placer sexual entre madre e hijo.
Rich diría ahora, “…pero así como los amantes deben separarse después del acto sexual, así también la madre debe destetarse del niño y viceversa…la madre necesita dejar que se vaya por él tanto como por ella misma…” Y es en este punto en el que Alejandra vuelve a dar en el clavo y nos sumerge nuevamente en su historia interior representada como colmenas que son casa y trampa a la vez, laberintos para confundir al hijo y a la madre que desea y sufre en la ambivalencia de recuperar su cuerpo, su Yo individual, o permanecer omnipresente, una todopoderosa dueña del ente-niño, diosa maniqueísta tejedora de telas de araña que se nutren y se tuercen con la materia de la placenta y el líquido lácteo y que servirán de colchón para cuando el hijo liberado ya ( como Ulises del mar) vuelva de vez en cuando al mundo de la madre, quién habrá tejido desde el instante mismo de la procreación un nido para acunarlo.
Dejarnos llevar por el mundo de Alejandra es, como en ninguna otra obra, introducirnos en la expresión líquida del cuerpo, de un cuerpo tomado, un cuerpo invadido, duplicado, un cuerpo nave , cuna y cueva infinita, laberíntica como el panal de abejas. Quien pretenda revisar su larga producción se adentrará en la historia de la feminidad, y participará desde el primer hasta el último instante en el sangriento campo de batalla entre patriarcado y feminismo. ¿Qué es sino una madre? El objeto de deseo y posesión, el bien en disputa. Poder y esclavitud al mismo tiempo; el feminismo necesita a la madre como víctima liberada; el patriarcado la necesita como tótem y tabú, que diría Freud, de veneración. Alejandra pues, pinta desde la vorágine acuosa de su propia experiencia, ese debate eterno de extremos que se tocan, que nos tocan y del que, al contrario que el hijo de la Perséfone que Alarcón ha inventado, ya nunca podremos huir.